
Esta mañana hablaba con mi coordinador y, entre risas y resignación, me soltó: “Gege, no te cases nunca”. Lo dijo con el agotamiento propio de quien navega entre las olas de la paternidad de dos niñas pequeñas, un trabajo nuevo que lo tiene contra las cuerdas y esa sensación de estar, sin quererlo, sosteniendo un edificio que nunca deja de tambalearse. Su comentario me hizo viajar, sin escalas, al universo de expectativas que definen a los adultos funcionales.
Las listas de lo que “deberíamos ser” se multiplican como ecos de un mantra sin sentido. La adultez funcional es una constante persecución de lo que toca hacer, de lo que corresponde, de lo que nos han dicho que significa “haberlo logrado”. Trabajar lo suficiente para costearse las vacaciones que aparecen en los anuncios, pero sin pasarse, no vaya a ser que la ambición te convierta en un workaholic sin alma. Hacer yoga, crossfit, pádel o lo que marque la tendencia, porque moverse es salud, pero sobre todo, es pertenencia. Alimentarse bien, pero sin obsesionarse, porque ahora la salud no es solo un tema personal, sino un requisito de validación social. Tener pareja, pero no depender de ella. Tener amigos, pero no demasiado tiempo libre porque “la sangre no obliga al vínculo” y la independencia afectiva es lo que define a una persona emocionalmente trabajada. Soltar cuando sea necesario, pero hacerlo en el momento justo, ni antes ni después, porque si no, serás irresponsable afectivamente.
SER ADULTO FUNCIONAL
Ser adulto funcional es tener claridad en los proyectos de vida, pero no demasiada, porque la vida es cambio y la rigidez espanta. Experimentar crisis existenciales, pero superarlas en el tiempo adecuado, porque todo tiene un límite y no puedes permitirte el lujo de quedarte atrapado en un duelo que ya debería estar cerrado. Conectar con la naturaleza porque el grounding es la nueva panacea para todo, aunque ni sepamos exactamente para qué. Aprender de todo, pero sin pasarse, porque un saber demasiado plural es inquietante. Pensar, pero sin cuestionar demasiado, porque ser crítico no siempre está bien visto. Querer cambiar el mundo, pero sin hacer ruido, porque molesta.
Así, una larga lista de estándares se impone como carta de identidad. Y viéndolo así, quizá en algún momento se organicen grupos de apoyo para quienes hemos permanecido demasiado tiempo sobrios de la funcionalidad, con reuniones en las que admitamos que, en algún punto, nos quebramos tratando de encajar. Porque ser funcional ya no trata de autonomía, sino de adaptación incesante, de responder a la velocidad exacta a lo que se espera de nosotros, de demostrar que estamos en constante evolución. Ser nuestra mejor versión cada día, porque para eso estamos aquí, ¿no? Para justificar nuestra existencia, para no ser inútiles al universo.
EXIGENCIAS
Pero hay algo más. Algo que subyace en este juego de exigencias, algo peor: la manera en que idolatramos a las personas hasta que fallan. Y cuando lo hacen, cuando osan ser humanas y no dioses infalibles, las arrojamos al abismo sin posibilidad de retorno. En este mundo, ni el perdón es factible ni la evolución aceptada. Se nos educa para la mejora constante, para la autoevaluación y el aprendizaje del error, pero se nos castiga con una dureza feroz cuando ese error se materializa. Es la condena de lo perfecto imperfecto: nos exigen el equilibrio imposible entre la excelencia y la humildad, pero el juicio es implacable si alguna vez tropezamos.
Así nos movemos, entre exigencias y caducidades, entre la esperanza de encontrar un propósito y la certeza de que, si nos equivocamos, seremos desechados sin remordimiento. Tal vez ser un adulto funcional no debería basarse en nada de esto. Tal vez, solo tal vez, debería ser tan simple como ser uno mismo. Aunque esa, probablemente, sea la misión más difícil que se nos ha encomendado.
Autora: Gege Pirat
Deja una respuesta